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abril 23, 2025Andy Warhol, uno de los nombres más influyentes del siglo XX en el arte contemporáneo, no dejó nunca de jugar con su identidad. En una de sus frases más recordadas sobre la muerte, expresó:
“Siempre pensé que me gustaría que mi lápida estuviera en blanco. Sin epitafio ni nombre. Bueno, en realidad, me gustaría que dijera ‘invención’”.
Más que una provocación, esta declaración revelaba su deseo de disolverse como individuo y convertirse en un concepto. Warhol aspiraba a ser una figura tan inasible como reproducible.
Desde sus inicios, su trabajo estuvo mediado por esa contradicción: la necesidad de ser omnipresente sin exponerse nunca del todo. El resultado fue una figura artística envuelta en múltiples capas de ambigüedad.
Tal como lo analiza Lucy Harbron en su artículo para Far Out, incluso los historiadores del arte se preguntan si alguna vez alguien conoció realmente a Warhol o si todas sus manifestaciones públicas fueron, en el fondo, una performance sin fin.
Mucho antes de redefinirse como empresario del arte, Warhol ya había trazado una línea divisoria con las nociones tradicionales del artista solitario.
Su estudio, llamado significativamente The Factory, funcionaba como una planta de producción. Allí se pintaba, se fotografiaba, se rodaban películas. Pero también era un espacio social efervescente, habitado por celebridades, artistas emergentes, músicos y figuras de la contracultura.
La técnica que Warhol adoptó —la serigrafía— se prestaba de manera natural a la reproducción masiva. Una vez creada la imagen matriz, su ejecución podía delegarse a su equipo.
Así se forjó una estética donde el autor desaparecía tras la multiplicación de sus obras. No obstante, incluso en ese sistema casi mecánico, su arte mantenía una vitalidad latente: la de una cultura obsesionada con la juventud, el consumo y la fama.
La tarde del 3 de junio de 1968 alteró esa lógica para siempre. Valerie Solanas, escritora y feminista radical, autora del manifiesto SCUM (Society for Cutting Up Men), irrumpió en The Factory con una pistola.
Tras una breve discusión, le disparó a Warhol. La bala le atravesó el pecho, dañándole órganos vitales: pulmón, hígado, bazo, esófago, estómago. Fue declarado clínicamente muerto por un instante. Contra todo pronóstico, sobrevivió.
Las secuelas físicas fueron graves. Las emocionales, aún más profundas. A pesar de que él restó dramatismo al suceso —“No seas tonto. Antes pensaba que sería divertido estar muerto. Ahora sé que es divertido estar vivo”—, el miedo a morir lo acompañó desde entonces, intensificando viejas heridas que arrastraba desde la infancia.
Como apunta Harbron, lo que parecía una frase típica de su humor ambiguo escondía una ansiedad genuina. El artista estaba aterrado, y ese terror, como tantas veces en su vida, terminaría filtrándose en su obra.
Tras recuperarse del atentado, Andy Warhol rompió con el espíritu lúdico del arte pop. En su lugar, abrazó una estética empresarial, fría, distante, corporativa. En 1969 proclamó:
“El nuevo arte es en realidad un negocio. Queremos vender acciones de nuestra empresa en la bolsa de Wall Street”. Ese mismo año publicó una de sus frases más famosas: “Ser bueno en los negocios es el arte más fascinante.”
Ya no se trataba de ironizar sobre el consumo, sino de insertarse en él como producto. El cine —un arte costoso y poco rentable, en su opinión— fue abandonado. Su producción de serigrafías se disparó. Aceptaba encargos de cualquier tipo, con tal de que fueran bien remunerados.
En una publicidad en The Village Voice, escribió: “Respaldaré con mi nombre cualquiera de los siguientes artículos: ropa de AC-DC, cigarrillos, cintas pequeñas, equipo de sonido, discos de rock ‘n’ roll, cualquier cosa, película y equipo de película, comida, helio, látigos, ¡DINERO!”
El artista que un día dijo que quería desaparecer terminó multiplicando su nombre hasta hacerlo ubicuo. Cerró The Factory, no por miedo —según él—, sino por eficiencia: era hora de convertir ese espacio en una oficina de negocios.
No todos en la comunidad artística vieron con buenos ojos ese giro. En una fiesta, Willem de Kooning, uno de los grandes exponentes del expresionismo abstracto, le gritó:
“Eres un asesino del arte, un asesino de la belleza, e incluso un asesino de la risa”. Para muchos colegas, Warhol había cruzado una línea inadmisible: la del artista que se vende.
Sin embargo, el fondo de la jugada era más complejo. Warhol no sólo buscaba dinero o fama. Estaba tratando de blindarse emocionalmente. La metamorfosis en “marca” funcionaba como una coraza frente a una realidad que lo había herido profundamente. Si ya no era un hombre, sino una empresa, un logo, una entidad comercial, entonces nadie podría volver a lastimarlo.
Warhol nunca dejó de pensar en la muerte. En una entrevista, expresó su incomprensión ante la desaparición: “Nunca entendí por qué, al morir, no te desvanecías sin más; todo podía seguir igual, pero tú ya no estarías”.
El comentario, disfrazado de humor, es en realidad una confesión: le aterraba la idea de dejar de existir. Por eso la obsesión con el legado, con la permanencia, con el control de su imagen.
Tras el atentado, el trauma se convirtió en motor creativo. El “arte empresarial” no fue una simple táctica comercial, sino una respuesta emocional. Convertirse en marca era una forma de no morir. De permanecer sin sufrir. De existir sin exponerse.
La historia de Andy Warhol no es sólo la del artista que redefinió la cultura visual del siglo XX. Es también la de un hombre que, enfrentado al miedo, diseñó un plan para deshumanizarse y así sobrevivir.
En lugar de mostrarse como víctima, se transformó en ícono. En vez de hablar de su dolor, lo convirtió en serigrafías de dólares.
Y al final, logró lo que buscaba: ser una invención. Tal como él mismo deseaba que dijera su epitafio.