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abril 23, 2025La crisis arancelaria expresa una mutación global. La declaración de guerra de Donald Trump se suma a la continuidad de la confrontación militar en Europa Oriental. Ambas disputas evidencian la ruptura estructural de un orden internacional originado en 1945. Los medios de propaganda occidentales procuran separar ambos conflictos para no relacionarlos con una efervescencia soberanista, insubordinada ante el supremacismo occidental. Se narran como guerras diferentes. Pero es una sola. Dos de los más importantes jugadores de los BRICS+ se disponen a –como lo advirtió Wang Yi, el ministro de Relaciones Exteriores chino–, “luchar hasta el final”.
Tanto la Unión Europea, en relación con la Federación Rusa, como Washington en su ofensiva actual contra Beijing, comparten hipótesis ligadas a las teorías de las escaladas a partir de las cuales se ensayan complejos cómputos acerca de la resistencia (o resiliencia) potencial de Vladimir Putin y Xi Jinping y las probabilidades de producir una conflagración nuclear. Occidente siempre ha confiado en la soberbia de la racionalidad y el cálculo, sin advertir que existen otras dimensiones aptas para entender los cambios históricos. El patriotismo, la identidad y las tradiciones ancestrales no suelen entrar en los cómputos. Stalingrado y Dien Bien Phu son algunos ejemplos de esa aritmética inexacta.
Una década antes que Moscú decidiera romper el cerco de la OTAN –planificado desde Bruselas y Washington luego de la implosión de la URSS–, Henry Kissinger observó que “…para que Ucrania sobreviva y prospere, no debe ser un puesto aliado avanzado de ninguno de los lados contra el otro. Debe funcionar como un puente entre ellos”. La ambición occidental pretendió convertir a Kiev en la cabeza de puente del gran sueño europeo de fragmentar Rusia. Craso error.
En el caso de China, la Unión Europea y Estados Unidos utilizaron su inmensa capacidad de trabajo para lograr mayor competitividad y al mismo tiempo disciplinar a los trabajadores de sus respectivos países. Beijing, sin embargo, aprovechó el último medio siglo para sacar a 700 millones de personas de la pobreza y brindarles una perspectiva incluyente a los 1400 millones de ciudadanos. Dicha realidad aparece como insoportable para un establishment global que no puede aceptar que un Partido Comunista sea el factótum de dicho éxito. Algo similar sucedió respecto a Cuba, con obvias diferencias de escala y de cercanía con Miami: el bloqueo, el estrangulamiento y el ahogo predeterminado se orientaron tanto a evitar su consolidación económica como a impedir que su ejemplo pueda difundirse: en septiembre de 1959, pocos meses después del triunfo revolucionario, el Memorándum 362 del Departamento de Estado hacía explícito ese cometido: “Hay indicios de un éxito de la Revolución Cubana. Si eso sucediera, otros países de América Latina, y quizás de otros lugares, la utilizarán como modelo…”.
En 1971 Kissinger visita Beijing y un año después hace lo propio Richard Nixon. La articulación de Estados Unidos con China tuvo dos objetivos: pretendió ahondar las diferencias que tenía Mao Tsé Tung con la Unión Soviética, y al mismo tiempo integrar al gigante asiático al proceso de globalización en ciernes. Los funcionarios del Departamento de Estado apostaban, además, a que la modernización china arrasaría con el liderazgo del Partido Comunista y que su sistema de gobierno derivaría en una democracia liberal partitocrática. Sin embargo, el desarrollo industrial desplegado –inédito en la historia de la humanidad, en términos de su vertiginosidad– no fue acompañado por la implosión de sus sistema institucional de gobierno.
Esta constatación produjo el viraje contra Beijing, desde el gobierno de Barack Obama, hasta la actualidad. Las elites estadounidenses han constatado que la fuerza de trabajo china, sometida hace apenas un siglo a la lógica colonial, hoy lidera la producción industrial de bienes a nivel global. La República Popular se ha transformado en uno de sus enemigos civilizatorios, tanto por el liderazgo comunista como por haber alcanzado altos niveles de competitividad científico-tecnológica. Donald Trump expresa, de forma crispada, la profunda insatisfacción por una globalización que le permitió a las grandes empresas occidentales obtener beneficios extraordinarios –de las inversiones en el sudeste asiático–, pero que fue aprovechada por Beijín para aprender, realizar ingenierías inversas y promover la productividad sostenida por la ciencia y la innovación productiva.
La última semana, la Oficina Nacional de Estadísticas (ONE) de la República Popular, anunció que su Producto Bruto Interno (PBI) creció un 5,4 por ciento en el último trimestre. En la primera presidencia de Trump, cuando se aceleró la guerra comercial contra China, casi el 20 por ciento de las exportaciones de Beijín tenían como destino Estados Unidos. A principios de 2024, cuando todavía no habían sido anunciadas las actuales oleadas arancelarias, ese guarismo alcanzaba el 14,7 por ciento. Cuando finalizó la administración de Joe Biden, Estados Unidos tenía 1,2 billón de dólares de déficit comercial con el resto del mundo. China apenas suponía el 24,6% de ese monto total, alrededor de unos 300 mil millones.
Esas sumas esconden, sin embargo, una realidad que Trump y sus funcionarios silencian: que los ingresos de las empresas estadounidenses radicadas en China obtienen beneficios por montos similares al déficit comercial denunciado por quienes ahora pretenden demonizar a Xi Jinping. Venden en China, exportan desde sus puertos (hacia terceros países), y obtienen ganancias por esas actividades sin computarlas como contraparte de su pretendido déficit comercial. Tesla vendió el 40 por ciento del total de sus vehículos eléctricos en China. Starbucks, Apple y Nike declaran ganancias extraordinarias por sus ventas al interior del gigante asiático. Pero dichas utilidades no entran en los cálculos apresurados del máximo referente de la derecha reaccionaria global.
Frente a la guerra comercial, el gobierno chino ha desplegado una batería de medidas que sin duda generarán costos en la sociedad estadounidense –en términos de mayor inflación– y al mismo tiempo dificultarán el acceso a las cadenas de suministro de sus empresas.
* Beijing se seguirá desprendiendo de los Bonos del Tesoro. Actualmente, posee alrededor de 600 mil millones de dólares en formato de bonos. El banco de inversión Goldman Sachs advirtió que sus potenciales ventas pueden redundar en un aumento de los intereses que debe pagar Washington, complicando su enorme déficit fiscal que alcanza un 100 por ciento de su PBI anual. Según estimaciones de la Reserva Federal (FED) la administración Trump tendrá un déficit presupuestario de 1,31 billones de dólares en los primeros seis meses del año fiscal 2025, un 23% más que un año antes, gran parte por el aumento de los intereses de su deuda.
* Prohibición de exportación a Estados Unidos de tierras raras y minerales críticos. Beijing hegemoniza la cadena global de suministro de dichos insumos químicos, necesarios para al electrónica y la industria militar. Hasta la llegada de Trump, China era responsable del 72 por ciento de las importaciones estadounidenses de esos insumos.
* Desdolarización a través del Yuan Digital, orientado a sustituir el SWIFT, el mecanismo de transacciones financieras y comerciales controlado por Occidente. El pasado 17 de marzo de 2025, China activó formalmente su red de pagos transfronterizos, en el que ya interactúan una centena de países y donde se comercia incluso petróleo y derivados.
Frente a este escenario, la oficina religiosa de la Casa Blanca ofreció, para las Pascuas de Resurrección, una cruz de vidrio de 10 pulgadas y siete bendiciones diferentes que incluían la garantía de prosperidad, abundancia, curación de enfermedades y un año de bendición personalizado. Todo eso por 1000 dólares. Es probable que la cruz haya sido manufacturada en China.