Soy una ferviente defensora del cine como creador de empatía y descubridor de mundos. La ficción, si se acude a ella con la mente abierta, te puede hacer mejor persona. No porque convierta automáticamente en buenos a los seres humanos, sino porque puede mejorar el ánimo. Si eso está bien, lo demás también suele estarlo. No vale cualquier historia, claro. Me refiero a esas que calientan el corazón. Filmes que ponen el foco en algo pequeño y cotidiano y lo convierten en algo gigante, único y valioso. Rondallas es una de ellas. Si llevas tiempo sin encontrar la felicidad, hay un poco de ella en esta película.
Rondallas es lo nuevo de Daniel Sánchez Arévalo, que de eso de convertir en bondades sus películas sabe mucho. El cineasta lleva la acción a Galicia. En concreto, a un pequeño pueblo costero que sigue llorando una tragedia ocurrida hace dos años: un barco naufragó y solo sobrevivieron dos de sus tripulantes. El suceso afectó a familiares, amigos y a la rondalla de la zona, una agrupación musical tradicional en la que participan desde niños hasta ancianos. Cuando la historia comienza, uno de los supervivientes cree que ya han estado demasiado tiempo de luto: propone volver a formar la rondalla y presentarse de nuevo al concurso anual que se celebra en Vigo.
Un abrazo en forma de película

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Cuando te quieres dar cuenta, el pueblo, su gente y su historia te ha calado entera. Rondallas, un proyecto más madura en la filmografía de Arévalo, es una historia llena de pellizcos entrañables. El director se apoya en la música y los personajes, dibujados con una mano casi mística. Con ellos, el cineasta construye una película que lleva tatuada en la frente el género ‘feel good movie’
En Rondallas conviven muchas personalidades y todas encajan a la perfección para construir un compendio muy carismático de personajes. Javier Gutiérrez es el optimista que propone traer de vuelta la rondalla, María Vázquez es la madre viuda que se apaña como puede para sacar a sus dos hijas adelante, Tamar Novas es el hermano apegado a su mellizo que tiene que aprender a emanciparse, Judith Fernández es la hija que echa de menos a su padre muerto, Fer Fraga es el chico que consiguió salir del pueblo pero que ha vuelto después de ver que lo que hay fuera no es para tanto y Carlos Blanco es el otro superviviente del naufragio, que ha perdido una pierna y ha caído en el alcohol para poder sobrellevar el trauma. Todos ellos se van contagiando para evolucionar y adaptarse a sus nuevas realidades. Arévalo descubre en Rondallas nuevos talentos y recluta a un elenco perfecto para la historia que se propone contar.

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No nos engañemos, Rondallas es una película simpática y amable que ya hemos visto antes. Sigue la fórmula de los filmes deportivos. Esos como Karate Kid, (1984), A por todas (2000) y Campeones (2018): un grupo de personas con pocas posibilidades de ganar y con casi todo en contra trabaja en equipo para superarse a sí mismos y mejorar. Pero, como en todo, hay que saber qué teclas tocar para que algo que parece tan fácil funcione bien y no caiga en lo cursi. No solo a nivel narrativo, también en el emocional. Arévalo -que habla de muchas cosas en este relato: duelo y pérdida, valentía, salud mental, amor de muchos tipos, superación, remordimiento y rendición- sabe cómo colocar las piezas para, no solo accionar el mecanismo, sino también para que, dentro de lo familiar, Rondallas parezca una película diferente, una que no hemos visto antes.
Si Rondallas fuese algo, sería un abrazo. De esos que te hacen sentir, durante unos segundos, que el mundo, aun con sus fallos, problemas e injusticias, es un sitio que merece la pena. Y eso, ahora, es algo que nos hace mucha falta.